sábado, 6 de agosto de 2011

Con todo mi amor y aprecio

Con todo mi amor y aprecio

Para mi Comandante y Capitán

Estrella, rosa de los vientos

De mis sueños.

Y para la mujer que lo rescató

Y lo puso a navegar de nuevo:

Paulina.

Para mis mecenas

Para ese par de lectores incansables

Que sí tienen quien les escriba

Con amor y sentimiento.

HECTOR J. CEDIEL Jr.

Bogotá, Colombia

Diciembre del 2002

Cuadro de texto:  A BORDO DE LA VIDA DE     UN PERRO VAGABUNDO.


¡Cuántos nos embarcamos embriagados con sueños, o ensoñando construir o reconstruir, como emigrantes, paraísos imaginarios!

“Si te vas a embarcar, jamás te enamores. No escuches al viento. Ni intentes descifrar los códigos de los ojos amartelados, ni los mensajes de los besos. Tampoco te dejes recorrer con caricias el cuerpo, ni enjuagues con tus labios sus lágrimas, ni escuches las palabras que ella desee que recuerdes. Si te vas a embarcar duda de la predestinación y del destino. Piensa sólo en los cuerpos que te aguardan en secreto para que puedas partir. Romper un corazón es como embestir recuerdos con la quilla”.

Fue el consejo sabio de una mujer marinera. “Algún día te trasbocará el mar sobre la playa, pero ya no estaré. La vida, como anoche o este momento, tienen su magia. Cuando se pierde, es como saltar de la primavera al infierno”.

A veces embarcarse era como tomar un taxi para cualquier parte. Ahora comprendo y le encuentro razón a los que se embarcan a ciegas y sin hacer preguntas, como los legionarios del desierto. En el mar, como en el amor, hay demasiado de demencia. El azar se dibuja sobre las constelaciones, que es la rosa de los vientos de sus naves y suspiros. ¿Cuántos han circunnavegado el mundo sin encontrarse? ¿Cuántos viven navegando a bordo de sí mismos sin atreverse a desembarcar, a pisar la realidad de la tierra, a sentir la piel de la vida y a vivir con magia su demencia?

Todos vivimos con avaricia, el hoy y el ahora. Ninguno ahorra ni disfruta con moderación de la franquicia. Se goza con pasión y delirio cada momento, cada puerto es un amor, una aventura o un recuerdo. Todo es derroche en los corazones jóvenes cuando se emborrachan.

¿Quién no dilapida en azaras sin prudencia la frugalidad del tiempo de atraque? ¿Quién no apostó en un sucio juego de cartas?

¿Cuántos blasfeman palabrotas, cuando la fatiga agota y se sienten viviendo a la deriva como hijos desnaturalizados?

Cuando desembarcamos, todos regresamos a vagar por las viejas calles de las ciudades, que nacieron y morirán con sus puertos. ¿Cuántos hijos de puta se embarcan, sin ser caballeros de mar en los caminos de nuestras aventuras?

Jamás hay que embarcarnos en la oscuridad o sin la luz de un faro especial para la niebla. Un alma gris no ve por culpa de la bruma y encallará por la imbecilidad de su torpeza. Nada hay como la confianza o la fe en la experiencia de un viejo zorro de mar. Al alma siempre hay que enseñarle a marinar, para que en la desgracia de una naufragio el pánico no la hunda en el siniestro y pueda bracear hasta salvar la vida.

Hay marinos que con el tiempo terminan haciéndose parte o pieza de sus buques. No les importa si la deriva siempre sean sus rumbos.

No es fácil aprender a suspirar sin el sentimiento de nostalgia, o sin sentir el acoso de una sombra de remordimiento. Somos aves marinas migratorias. Buscaneros de sentimientos. Amantes de la aventura y de la vida. A veces pienso que somos los cabellos del viento o de los sueños sueltos, mientras el sol nos corona o curte nuestras pieles con sal y con fuego.

Cada vez que se leven anclas, en lo más profundo del alma, cada uno de los marinos sienten el zarpazo íntimo de un ancla que se arrastra, arrancando a jirones los recuerdos fugaces. Pronto desaparecen como las gaviotas o los alcatraces.

“El quid de la vida es forzar a hacer buen viento y buena mar para nuestros viajes. Hacernos navegantes sabios y aprender a cortar los vientos y las olas”. Hay tantos consejos sabios, tatuados con amor en nuestras memorias, que es imposible olvidar la sabiduría de esos filósofos del mar y de la vida.

Los versos me atropellan como una avalancha de nieve. Hay tantos icebergs en las almas de las personas que a veces las siento extrañas cuando las canto, o son como espolones tramperos. He trajinado tanto con los versos, que sólo añoro una chimenea para jugar con ellos y armar metáforas para que los descifren los espíritus puros que aprendieron a besar la lluvia.

Ninguno ama comprometiendo sus sentimientos. Todos aparean cual machos a las hembras, que acuden en manada a los puertos o los que guardan en las cantinas o burdeles para que desagüen su sed marina o tomados por las hambrunas de deseos insatisfechos, en un salvaje maridaje que sólo ensambla con sabiduría la naturaleza.

La mar posee un sexo que encoña con el vaivén de su ritmo. ¿Cuántas mujeres jinetean hasta ampollarse las piernas, o se humedecen hasta hacer espuma como las bestias galoperas? ¿Cuántos orgasmos le arrancan con los dientes a las estrellas, cuántas los fingen para atender a su tripulación? ¿Cómo olvidar el fulgor de esos días y los aromas de opio, haxix o marihuana?

En el camarote, cuando sueño contigo, siento un inmenso desierto vacío en la litera. Otros, asolados por el abandono o el errante vagabundeo se encierran con la melancolía y sus añoranzas en sus camarotes. Pasan sus penas con tragos de gin o intentan ahogarlas con whisky, mientras escuchan nostálgicas canciones que en el ritual íntimo les permite revivir los fantasmas de otras amantes.

En los mercantes, nunca falta el polizón que busca con sus sueños un escondrijo, o así sea una madriguera. Siempre intentan que sea un tiquete que los salve de sus infiernos. Un polizón nunca será un hombre al agua, sino un problema menos a bordo.

La fortuna y la fatalidad se cifran en los signos de las estrellas. El destino está en manos de la rosa de los vientos.

Quién mejor que nosotros conocemos y sentimos la maravillosa magia de la primavera, cuando la vida se descongela y los sentidos de los sentimientos se despiertan.

No es fácil aprender a olvidar cuando solo aprendemos a querer y amar con la inocencia de la autodidáctica y las enseñanzas de las novias prácticas. El primero y el último amor jamás se olvidan. Los otros se enmarañan entre redes y cordeles y se hacen confusos o se ven absurdos.

El corazón de un marino es una prisión sin cerrojos; sus vidas, jaulas sin rejas y sus amores, casas sin puertas. Mi vida ha sido paráfrasis de un barco embriagado sin timonel y a la deriva. Somos como los navíos, esteparios lobos marineros. Vagabundos de puertos. Caminantes sin memoria, ni sentimientos, ni tiempo.

En los días tristes me obsesiono con volverte a ver. Me olvido de los días nostálgicos en que no descubría nada en tu cuerpo y le pedía a Dios que me olvidaras para no hacerte daño.

A veces cuando despierto, cruzas el umbral donde te borras. ¿Quién no se ha olvidado de soltar un cabo en su vida? ¿Cómo decirle a mi mujer a quién amo, siento y poseo en las noches de enamoramiento, que no es a ella, sino la sombra que me sonríe, a esa boca que me recorre como si fuese una playa, las piernas y las nalgas de un sueño?

¡Cuántas veces estuve a punto de pronunciar tu nombre en la intimidad! ¡Cuántas veces le hice caracol al oído para escuchar y sentir el reflujo del deseo y la brisa!

¿Quién no, enamorado en medio del frenesí de la demencia, sació la sed de sus deseos en las axilas o con la sangre de toro del flujo menstrual, o con el sabor a vino de los vellos púbicos? Así es y será de los amores que jamás se rompen y que se aguardan por siempre en los muelles de los puertos. Hay amores golondrinos que regresan. Hay querencias de amor que se buscan con el tiempo.

¡Cómo olvidar ese gran amor que nos enseñó los secretos de la ceniza y a borrar al desamor con el fuego del lujurioso holocausto!

¿Quién en su juventud, no fue un hijo de puta y jugó con los sentimientos de jovencitas enamoradas que creyeron en los versos de nuestras mentiras y se dejaron amar para amarrar los sentimientos de estos vagabundos lobos de mar que, cual perros callejeros y carroñeros, perseguían el vuelo de las faldas o caíamos atrapados por los insinuantes escotes de aquellas reinas que alborotaban hasta los cabellos del viento con sus piernas o con los movimientos de sus caderas? ¡Cómo olvidar un verano o una primavera en un puerto o en tierra! El placer siempre expandió y expandirá la diversión, el gozo y la tristeza.

¿Cuántos versos nacieron, nacen y nacerán de la música que le ponen los pájaros y las aves del mar, al paisaje y al viento?

Hay mujeres que son como los frutos maduros que le compramos a la vida palenquera, cuando se pregona por las playas caribeñas: noni, borojó, patilla, piña, papaya, chantaduro o naranja fresca. Cualquiera de esos nombres podría servirme para bautizar tu cuerpo, cuando en la intimidad te bauticé o comulgamos bajo las estrellas. ¿Recuerdas cómo reímos cuando te bauticé “ten dollars”, y tú me pusiste “Sale free”?

¿Cuántos se enredaron en los remolinos de las enaguas o en los sexos de las blancas o de las negras, porque “en el sexo los contrarios no se buscan, sino se tiran”? Eso lo aprendí de una meretriz jubilada en el golfo de México. Ella, enriquecida por la extraña sabiduría de los burdeles, donde se forjan como mujeres las putas jóvenes.

En los bares – motel, amazonas marimachos dirigen el festín de los corsarios, huérfanos hijos del agua, que buscan el afecto materno con las novias que le alquilan la vagina o los hijos de Neptuno.

¿Cuánto dura un amor marino?

Un beso, una vida, una ilusión, un instante del infinito. Un atraque. Una pizca de deseo o sentimiento puede ser defecto o exceso de una ilusión. Vivir y dejar vivir. Sin preguntas ni respuestas. Es como si el pasado jamás hubiese existido, como si permaneciéramos estancados en un presente, o si el futuro fuese ajeno para todos nosotros.

Hay que enamorarnos, sin pasar la línea. Quien lo hace puede escorar hasta el naufragio y hundirse para siempre. Un viejo zorro de mar. Impermeabiliza muy bien el corazón y tus sentimientos. “Nave que haga agua, puede irse a pique”. “Un marinero nunca se puede dejar enamorar porque si lo hace puede que más nunca se vuelva a embarcar”. Así tenemos cientos de dichos para exorcizarnos antes de bajar en los puertos.

Cuando mi alma se franquea, se enamora de verdad. Empeña hasta el último sentimiento, hasta sentir la piel fresca y limpia de una amante, que sólo ansía gozarse a un marino y acompañarlo a navegar desnudos, hasta las costas de paraísos imaginarios en otros continentes. Un marino solo se marea cuando se enamora.

“Algún día encallaré y no necesariamente tengo que estar viejo. Los viejos lobos de mar se cansan de cazar al azar las oportunidades y comprenden cuando la manada los rezaga o rechaza. Hay un reloj infalible en el corazón de todos. Hay una fatiga que ni el cuerpo, ni el alma pueden soportar. No todos somos popeyes, ni en el mar se cosecha espinaca”, me dijo en un pub un viejo atunero. La fuerza de la quilla y el remo reposa en nuestro corazón.

¿Quién no desea aprisionar con el canto de su piel morena y embriagarse con sensaciones eyaculadas como lengüetazos por el cuerpo rubio o pelirrojo de una escandinava?

¿Cómo olvidar y no añorar la miel de los besos y la demencial locura con que nos encoñan las españolas, o las mujeres latinas? Fuego. Fuego verde. Fuego sol. Fuego verano. Fuego ígneo como el desértico paisaje. Fuego como sus danzas, sus miradas, sus caricias, o las historias de los harems.

Siempre un sextante imaginario le fija la ruta a nuestras vidas. Nos tatúa las coordenadas en el corazón con sal, y con lejanas canciones marineras nos atrae hasta que nos hacemos a la mar y aprendemos a navegar. Navegar es todo un proceso de enamoramiento. Un barco o un uniforme encandila. Una bahía con las luces de los barcos encendidas, es como una noche de luciérnagas. Sin embargo, desde los camarotes, los paisajes siempre son tristes como las canciones marineras en el alma.

La mar es celosa con los marinos, sus amantes. Arranca a los hombres de los brazos de sus amadas y los embarca sucesivamente, una y otra vez, hasta que las pasiones se enfrían y cambian. El amor, siempre necesita estar cerca del fuego. El amor es y será una caldera ansiosa e insaciable. Hay mujeres que sólo se ansían para jinetearlas en el rodeo salvaje, cuando se montan a pelo, encalentadas potras y no yeguas de mar envejecidas. No sé si Neptuno sea un padrote caballo de mar.

¿Quién no se hastía de amores fugaces, sin futuro, de las rutinas apresadas en las mazmorras marineras, de atracar y zarpar, sin conocer ni sentir muchos destinos? ¿Quién no se hastía o indigesta de comer casi siempre lo mismo y de contemplar los mismos paisajes? ¿Quién soporta hablar casi siempre de lo mismo? ... de subir y bajar las mismas escaleras;... de recorrer de popa a proa el barco y viceversa, ciento de veces... de contemplar por horas las mismas olas, las mismas nubes, el mismo sol, o de cuando en vez, las mismas aves? ¿.... de embarcarnos para ahogar el tedio en el mismo fastidioso licor o cerveza? ¿Quién no se aburre de ahorrar sin ilusión para nada?

Navegando se pierde la noción del tiempo y muchas concepciones de la vida. Es vivir embriagados o hechizados de arco iris y de bellísimas imágenes, casi surrealistas por los espejismos del alma. ¿Quién no se ahita con la belleza de ninfas con cola de pez y que se pueden comer con las manos, como si estuviesen estofadas? ¿Quién no se ha atragantado con una espina, una vez en la vida?

Los sentimientos de bronce nos hacen inmunes de las lágrimas de la mar. Esa mar que embruja y enamora. Esa mar que nos habla de las noches o nos alucina con la aroma de su sexo, como el de las putas de los puestos que nunca se liberan de esa aroma a atún, a bacalao, a merluza, o pargo. Una sirena de tierra goza de una aroma peculiar y afrodisiaca, en la intimidad de su ostra y vigila con celo la perla para su amante navegante.

El instinto del corazón es sabio: nunca supo donde aprendió cuándo regalar un tulipán, una orquídea, o una rosa.

¡Cuántos perfiles dibujados por el perfume salvaje del viento, se hundieron desnudos entre las notas de los saxos y las trompetas! Manos negras hacen libertas las historias de amor. Y sus canciones con el dolor folclórico de sus voces, cantan amorosos relatos con el swing algodonero del sur. Una canción con sentimiento, siempre nacerá de una tragedia de un testimonio oculto tras la sombra de la ficción que muy pocas veces termina con un feliz final. Todas las ilusiones amorosas, nacen con una partida de función a punto de expirar.

La espuma siempre será una estela de recuerdos. Una cantidad de suspiros o de promesas que se incumplirán casi siempre, pero se conjuraron como algo sagrado en el apasionado y último beso. Sólo las mujeres saben y sienten cuando será el último adiós o un hasta nunca y siempre nos harán creer que seremos o fuimos los primeros en sus vidas.

Pronto nos habituamos al sonido del blindaje de nuestros vientos. A los ronquidos de los pulmones de los motores, o al ruido ensordecedor de las salas de máquinas.

Una cosa es navegar por una mar y otra enfrentarnos casi desnudos a un océano, donde un trasatlántico por inmenso que sea, se ve insignificante, o como una fantoche marioneta embriagada.

Siempre tenemos que hacer rumba cuando nos hacemos a la mar. Hay que abordar con ensueños para sotaventos la travesía, con la magia que surca las venas de los marinos. Siempre servimos cual celosos amantes las huellas de nuestros barcos, ya que bastante de nosotros, forma parte de sus bitácoras. Luego que pitazos seguros dan inicio a las rutinas del zarpe, los barcos galopan por azules estepas, guiados por las estrellas metálicas de la celeste esfera. Retozan cual amantes plenas, sin importarles el tiempo ni el momento, hasta que regresan jadeantes y sumisos, a recostarse con la somnolencia de sus fatigas, en las seguras aguas de los puertos. Cuando se navega, el viento es lento, pero pasa. Paso a paso, los barcos siempre llegan agotados a los puertos. Mugen como pesadas bestias de carga y desde los pájaros de acero que emigran o atraviesan continentes, se ven cual saunos embistiendo las aguas.

En alta mar, hombre al agua no significa naufragar, sino perdido hasta que se lo devoren las olas. Cuando se pica el mar, nadie piensa en un hundimiento. Todos saben que existe un barco inhundible. Los faros son las metáforas de las cartas de navegación que les dibujan sus destinos. Cuantas veces observamos las balleneras o botes salvavidas, los chalecos o salvavidas y me imaginaba aferrado a una esperanza, luchando contra la hipotermia, intentando beber la menos cantidad de agua marina para no alucinar y creerme pez o sobreviviente con orina. Cuando se cae en alta mar, el salvamento casi siempre es imposible.

¡Cómo olvidar la magia de las hechiceras noches en Túnez, Argelia o Marruecos! El gusto clásico y el espíritu mediterráneo, combinada la gracia con formas sólidas y potentes en su arquitectura como en los cuerpos de sus mujeres.

El cabotaje esculpe los cuerpos de la aleba marinera, que cual esclavos descargan y cargan las bodegas con el fuego acerado del cincel salazado.

Toda mi vida fue paráfrasis de mar de una isla solitaria y perdida, donde la brisa marina folla sobre las playas o acaricia con sensualidad los cabellos de las palmeras.

Los marineros, cual ascetas del mar, anacoretas de los océanos, diamantes solitarios, andariegas almas en pena, cual solteros sin compromisos, ni dioses ni más leyes que los códigos del honor pagano, viven a punto de empuñar una puñaleta o una navaja marinera en los bolsillos infieles. Estos truhanes, tramperos por instinto o agresivos, cuando arman el azar una bronca para desahogar la hiel de sus corrompidos espíritus, sólo conocen o se rigen en sus códigos de honor, por la ley del talión. No es fácil encontrar a un buen hombre con principios en un mercante corsario.

Cuantos tatuajes son la memoria de los recuerdos o de las hazañas, o conquistas amorosas que se inmortalizaban sobre la piel de estos vagabundos lobos de mar. Hombres tatuados por los muslos de las aguas, se enamoran de los jadeos de las pieles que se bambolean en navíos arrancados en las bahías de espejos.

Tatuar una piel marina siempre fue y será una obra de arte. Una ceremonia casi mística. Hay tantas imágenes y recuerdos tras cada grabado. Tantos símbolos. Tantas lágrimas. Los marinos también lloramos y sentimos cuando una carta misteriosa nos llega y nos regresa a un país o a un mundo que habíamos olvidado. Entonces las palabras se hacen voces, rostros, imágenes y se atraganta el corazón con una espina.

Ya las tripulaciones no son la chusma ruin de los pícaros que se embarcaban cual legionarios del mar para huir de sus sombras.

Hay que hurgar la vida, para que el viento no nos hunda. No siempre se zozobra por culpa del lastre y los necios siempre se ahogarán con mayor facilidad.

Un buen capitán comanda su tripulación y guía sus sueños para que un día atraquen para siempre en un puerto seguro.

En las puertas, todas las fuerzas de los estibadores que sudan como hormigas arrieras y estiban cual termitas que parecen ser de acero.

¡Cuántos marinos gozaron del privilegio de haber sido enterrados en las aguas de los mares! Muchos al ser devorados por peces, se transforman en esos peces; así como otros se transforman en gusano que alimentan a las aves y luego mutan en esos pájaros. Ese es el hermoso ciclo imaginario que se conoce como el reciclaje de la vida. El alma siempre será el canto que se apaga cuando se cierran los labios. Es la luz de los sentidos. Es la voz de Dios y la vida.

La mirada del gavillero contemporáneo no grita ¡tierra!, sino ¡Hembras!, ¡Hembras!, para que sus compañeros salten de las literas o despierten sus corazones para prender la fiesta.

El oleaje de la marea de la taberna se pica como una tormenta asesina o los colmillos coralinos capaces de arrancarle de un tarascazo el acero al navío.

Hay tanta fanfarronería en los mitos de la gente del mar que las putas los ven mariposeando cual polillas encandiladas por el fuego de los labios y los insinuantes cuerpos que se fijan en sus braguetas.

Cuando una tripulación se desborda, todos se engolfan a rumbear en burdeles con mujeres arrastradas cual hojas por el viento desde casi todos los lugares del mundo. Todos encallan en sucias alcobas hasta que los espolones libertinos les desfondan los bolsillos.

La sabiduría amorosa de las concubinas de los burdeles contrasta con la magia de la piel de los busconas y la repugnancia de las gamberras. Zorras calentadoras y calientacamas de los lupanares, donde se putea sin que a nadie le sonría la fortuna. Sólo la infelicidad es boyante, mientras se degradan los oficiales a medida que se embriagan y la degradación corrompe como a cualquier mancebo atrapado por este cáncer y le apuestan al azar la vida en una mundana casa de citas.

¿Quién dijo que el lenguaje del amor no es universal? Cuando una pareja se desnuda y las caricias y los besos rompen el silencio, sobran las palabras y basta el susurro amoroso de las aguas, mientras chasquean los sexos hasta arrancar con rabia el último orgasmo.

Ninguna meretriz se tilda de puta. Una falsa dignidad las hacen favoritas y se amparan en el sostén de un amante o de un chulo que las salvaguarda de la envidia de las rameras envejecidas o feas.

Todas se atrincheran en el anonimato tras las sombras de los hombres del comandante y crían en sus pechos la esperanza, que con la bondad de Dios, se retirarán de esa vida el próximo año... y así se embarcan una y otra vez, día tras día, mes tras mes, año tras año, hasta que terminan escondiéndose entre el camuflaje de las sombras, para emboscar o acechar a un amante emborrachado, incapaz de distinguir o de oponerse a la hambruna de la carne. Nunca falta la presumida rabisalsera por la que se arma la trifulca. No es fácil ser la moza de una tripulación y tener marido. Siempre un naufragio al desembarcar, será una primavera cuando un banco de hembras desvergonzadas en llamas embosca con sus cuerpos al cardumen fresco de los marinos más jóvenes.

La magia del mar seduce e inmola con su encantamiento a los marineros novicios en los puteaderos de los puertos. ¿Quién puede olvidar una noche de carnaval y la lujuria de esa breve temporada en el infierno?

Solo la astucia del viejo zorro gaviero le permite seleccionar desde cubierta a una buena amante, con la que pueda soñar y navegar por la fantasía.

El bullicio que se trasluce por entre la bruma o la penumbra, se confunde con el rojo de los labios alquilados y las caricias impúdicas a los trofeos de carne de ebrios marineros que compran mujeres por docenas “souvenirs”.

Nunca tildo de zorras o rameras a las prostitutas de los puertos. Muchas de ellas viven hechizadas por las aventuras y los mitos de hombres burdos, ásperos, ordinarios que transpiran sexo por las axilas. Mujeres que aman ser amadas con impudicia y sin el menor escrúpulo.

Las putas de todos los puertos se parecen como si hubiesen sido paridas por una misma demoniaca concha vagina. Todas conocen un lenguaje universal como los taxímetros de los carros de alquiler.

No siempre es fácil aprender a amar sin enamorarse, para evitar el mal de ojo, ni el artificio encanto del sexo que encacorra con su embrujo succionador. ¡Cuántos embrutecidos por el celo llevan y llevarán tatuado por siempre un navajazo!

¡Quién no ha ensoñado al amor, recostado sobre los pechos de una buena hembra, sofocados por la sed de los besos que se sirven a jarradas los marinos, mientras ellas en medio de la algarabía, risas y carcajadas, se sentían y viven esos momentos cual reinas sentadas sobre sus piernas o esculpiendo como un mástil sus penes, que erupcionarán más tarde como botellas de champaña sobre sus bocas, vientres, espaldas o sexos.

En el harén de un lenocinio se encuentra de todo: altas y bajas, gordas y flacas, con inmensas tetas o pequeños pechos, pubis monos, rojizos o negros, pieles de todos los tonos. Se fornica en todos los estilos, tampoco faltan los maricas. Allí la felicidad se compra por horas o por la calidad del servicio. Todo es artificial y fugaz como los viajes con drogas. A nadie le sonríe la fortuna, cuando cae atrapado en estas redes. Espectaculares shows, domicilios a camarotes, o moteles sensuales, strepteases, exóticas y fascinantes mujeres dispuestas a hacer realidad cualquier fantasía; inolvidables despedidas de soltero, o del mar. Shows de mujer a mujer, o de parejas en vivo; mujeres dispuestas a intercambios de pareja; shows de lesbianas, travestis ardientes. Mujeres atrevidas dispuestas libar cual abejitas. Masajes exóticos y supercomplacientes; fantasías en cuero, esposas, sexo, lluvias, medias o zapatillas. Consentidoras dispuestas a desestresar a sus clientes. Tentadoras promociones para pasear y conocer los alrededores. Chulos mercadeando por catálogos, jóvenes efebos, jóvenes bien dotados, burdeles discretos. Trevestis discretos, lesbianas para tríos. Saunas o turcos con jóvenes masajistas, jóvenes activos o pasivos, bares con mujeres supersensuales con meseras desnudas, servicios vip, mujeres por regiones, especialmente latinoamericanas, todas atrevidas y descomplicadas, dispuestas a complacer cualquier fantasía sin hacer preguntas si desperdiciando el tiempo, masajes prostáticos, videos porno, full relaciones, sexo oral, atractivos pompis, atractivas belludas o lampiños. Super suites. Amantes dispuestas a escuchar confidencias, sensuales diosas, vaqueras y marineras, striptease con amor en vivo. Juego de prendas. Sexis ardientes y eróticas voluptuosas, super lovers picaronas. Tiendas de videos o ayudas sexuales. “Cerca de los puertos, el demonio abre locales o coloca sucursales” nos decía un capellán. Son infernalmente ardientes esos infiernos o paraísos de perdición.

¡Cómo olvidar a los orgasmos de ballena de las nórdicas, la pasión ígnea de las latinas y la seductora nigromancia hechicera de las pieles que cavilan y los sexos enamoradores de las jóvenes mandingas! Los sexos de las muchachas talan sin piedad el bosque de mástiles de estos jóvenes que remontan corrientes cual salmones y apasionadas abrasadas por los pantys del sol de los veranos, cuando se arden sus labios y sus pieles.

Después de una noche de juerga, las cantinas o los burdeles se parecen al final de las vidas de las mujeres de vida alegre. Colillas y botellas vacías hasta el culo. Escupitajos sobre el suelo y semen en los orinales.

¿Cuántas veces la borrachera nos impidió conservar un nombre o la imagen de la amante de paso para el regreso? En este mundo09 los nombres son indiferentes a la memoria de los amantes fugaces. ¡Cuántos navegan hasta siempre por sus corazones! ¡Cuántos se añoran cuando se extravían en el limbo de los recuerdos o nos acompañan como una pesadilla cuando se hacen boya en la memoria!

¿Cómo olvidar el reflujo ebrio de sus bocas o de los cuerpos de estas jineteares de los potros o de los caballeros del reino de Neptuno?

¿Quién no las tomó por los cabellos y las poseyó como alimentando con carbón sus calderas?

¿Quién no sintió o vio fuego después de un “bienvenido a bordo” de sus vaginas?

¿Quién no lloró más de una vez cuando nos gritaban adioses en esas inolvidables despedidas de puerto, hasta que las solicitaban los nuevos clientes?

Las miradas del amor son como un mensaje en clave Morse entre dos buques fantasmas, cuando navegan entre la bruma. Se viven vidas en contravía como los mercantes cuando se cruzan en alta mar.

Jamás pude alquilar por un par de horas el calor de una vagina. Siempre creí en el poder mágico del impecable uniforme, que encandila los sentimientos de jovencitas que, cual sedientas abejitas de miel y polen, corrían a vestirse una gorra marinera y sentirse capitanas de un hombre, por primera vez en sus vidas.

¿Quién no se ha sentido Marco Polo, Magallanes, o un Colón, empuñando un timón y conservando un curso?

Solo conocí a una sirena en toda mi vida. Desde que la descubrí con la mirada, no pude más que observarla. Ella, sin inmutarse, me permitió recrear la mirada sobre sus pechos y su cuerpo. Joven. Sensual. Aun la imagino danzando desnuda entre algas y corales como las ninfas. Si su vida y belleza son eternas, no lo sé, como tampoco si es simplemente feliz viendo los barcos que llegan o parten de su puerto.

Algunos marinos se marean en las primeras jarras de cerveza, mientras otros cantan y comentan inverosímiles fantasías. La espuma cervecera en sus barbas se confunden con los gritos de los orgasmos de las amantes con escamas.

Las sardinas de agua dulce se bañan desnudas sin pudor los sexos. Luego se embarcan en las sucesivas citas lujuriosas, cuando desembarca la jauría en estampida, buscando en manada las luces rojas más próximas al puerto.

Nunca falta a quienes se les van los sentidos embriagados por un afeminado apocado, o amanecen amando a un mariquita.

Otros repudian o desechan a quienes de la orgía se marginan por el casamiento con un recuerdo, o por haber desposado a una mujer en otras tierras. No es fácil aprender a enamorarse cada vez que se desembarca y a desenamorarse como quien desensambla sentimientos con precisión relojera, los sextantes del alma.

¡Cómo no extraviarse en los recuerdos, ni recorrer de nuevo los laberintos del pasado, cuando se recuesta la reja sobre un caracol: se descubren sonidos marinos, el reflujo del mar sobre las arenas, el barrido del viento con las ramas de las palmeras, los suspiros de los crepúsculos y el jolgorio de las aves en un festín de peces! Todos estos recuerdos deambulan por la memoria de los laberintos.

La rutina de las rutas marean y encacorran hasta fastidiar. De aquí para allá y viceversa, cientos de veces, miles de veces. Algunos han perdido la cabeza saltando al mar o suicidándose después de una borrachera. Nadie volverá a echarlos de menos. Una deserción más. Otro que se quedó del barco...

Mientras trabajamos, el sol nos coloca coronas de fuego y con una lluvia de ardidos dardos de luz, broncea los cuerpos de las mujeres que suben a bordo, o que comparten nuestros tiempos de franquicia en cercanas playas.

Hay un mar que abrasa. Hay un mar asesino en el corazón de todos. Hay un mar que acecha con colmillos y puñales asesinos a los marinos que encallan. Hay un mar que se devora sin piedad a los barcos y submarinos que naufragan cuando los atrapan sus redes, porque el mar también arponea a sus víctimas o les rasga las barrigas con las puñaladas de sus espolones. Hay misterios de los que muy pocos hablan. Hay rutas malditas y maldecidas, así como navíos en los que nadie quisiera volverse a embarcar.

¡Cuántas veces los vientos y el rumor de las aguas revivieron las historias e imágenes de barcos fantasmas, mercantes piratas, o barcos de quema hundiéndose, un Titanic, o un Andre Doria, yéndose a pique, los fondeados en Pearl Harbor! El pavor y la angustia de las tripulaciones intentando salvarse o liberarse de los tentáculos invisibles de ese impío monstruo marino.

¿Cuál marino no ha llorado, se ha orinado del susto, o se ha arrodillado a orar, cuando es atrapado por un monzón o un huracán en un mar escrespado y enfurecido, embestido por olas que parecen catedrales, montañas de agua capaces de partirlos como si fuesen maderos secos?

¿Quién lo envenena con desechos e islas artificiales que forman las corrientes?

¿Quién responde por los peces y especies que mueren envenenados en sus aguas?

¿Quién les hierve las aguas del mar a los peces si no pueden aprender a respirar fuego?

¿Quién dice que la basura se hace espuma con el tiempo?

¿Quién no conserva con amor en el corazón, disecada la rosa de los vientos de su juventud?

¿Quién no recortó o bajó una estrella para obsequiársela a una amada?

¿Quién no le enseñó a navegar a más de una, gracias a la complicidad de la intimidad, cuando se desnudan los sentimientos?

¿Quién no aprendió a volar observando la belleza del vuelo de las aves marinas en sus momentos de éxtasis en el firmamento?

¿Quién no desea caminar o salir corriendo sobre las aguas hacia una imaginaria isla o hacia un paraíso de fantasía?

¿Cuántas veces mientras navegamos, soñamos con hacernos pájaros y convertirnos en fiordos o hacernos paisaje, como aquellas personas que después de tanto comer, paran y se hacen estatuas y luego, como naturaleza muerta, se involucran en el paisaje?

¡Ah, cómo extraño esa sensación cuando ordenan: ¡leven anclas!, o un: ¡a toda máquina!... Y como un zorro solitario de mar, parte el buque orientado por sus estrellas.

La pipa marinera filtra los maleficios de los recuerdos. Embelesa la mirada con el paisaje, mientras se rememoran las orgiásticas hazañas.

El Caribe, el Pacífico, el Atlántico, el Mar del Norte, o el Mediterráneo. Todos poseen paisajes propios. Estrellas propias. Aromas y recuerdos propios.

Conservo tres jarras de cerveza de recuerdos. Dos en cerámica y una, metálica. Aun conservan el regusto de las tabernas, de la cerveza rubia o negra, el sentimiento y la algarabía de los pubs, la música y las canciones, sus bullicios y sus románticas decoraciones con la osamenta de los deshuesaderos de los astilleros, los senos repletos con deseos para saciar la sed marinera, cuerpos fuertes como las mejores maderas para soportar la hambruna del celo y las burdas caricias.

¡Cómo olvidar a la pleamar menguante de la resaca que recoge del mare magnum, uno a uno, los sobrevivientes aletargados por perder la cabeza, intentando vaciar los barriles bucaneros de ron o de cerveza!

Solo por amor deserta un marino y renuncia como los piratas tránsfugas a embarcarse de nuevo. Un día cualquiera, un desaliento extraño nos desespera. No es desilusión del mar ni de la vida. Es cuando se escucha el llamado de la tierra, porque la tierra también siente y se enamora de los marinos.

Ese día, uno mismo se degrada y más nunca se viste la gorra marinera de capitán o de oficial, aunque a bordo, todos fuésemos una sola hermandad y siempre en enjambre nos cuidamos las espaldas. No es traidor ni desleal el que se embarca. “Otro barco que se envejece. Otro casco que se parte”, nos decíamos cuando nos enterábamos de un abandono.

Hay que aprender a recorrer la vida, como cuando se pasea a paso lento por la borda. “De la fatiga, sólo queda el cansancio”, fue uno de los consejos de mi madre, cuando aprendía a navegar. Jamás comprendí que hacía guardada la gorra marinera de mi padre. Ahora comprendo la sabiduría de sus palabras de los silenciosos consejos que aprendí de su sabio estilo de vida. Fue y será un gran capitán.

A veces, cuando me siento frente al mar, le tiro conchas y piedritas para olvidar, mientras quemo tiempo. En realidad aguardo a que se siente a mi lado una mujer marinera, que me convide a navegar o a remendar las redes para lanzarlas a dos manos y, sin hacer preguntas ni hablar más de lo debido de nuestros pasados, descubrir nuevas estrellas.

Cuando una mujer se embarca en el olvido la aroma de la risa de una muchacha nos augura llenar de fiestas los laberintos de nuestra alma. Todas las personas hermosas deberían ser casas sin puertas.

Si algún día una mujer marinera me convida a compartir su camarote hasta siempre, o una habitación llena de recuerdos con vista hacia el mar, su mar, nuestro mar, no dudaría en volar. Lo importante es aprender y saber volar. Una mujer que no sabe volar, está muerta en vida. No concibo una compañera que no pueda o no sepa volar. Nosotros, los enamorados de la mar, somos amantes para siempre. Somos peces voladores, caballos mustangs de mar.

¡Cuántas veces buscamos respuestas recorriendo descalzos las orillas de las playas o galopamos tras una de estas sirenas de tierra! Rugimos como el viento y los mástiles, hasta que nos habituamos al sonido del mar, cuando copula en el reflujo de su jadeo o con los ruidos amorosos y fantasmales que se engendran en las lujuriosas habitaciones y que desvelan a las tripulaciones jóvenes o primerizas, con los sonidos de los trenes nocturnos o de media noche, o los expresos que desajustan o rompen los catres! ¡Cómo olvidar las rifas, cuando estas novias de los hijos del mar se peleaban como amuletos de buena suerte a los “apetecidos virgos” que no eran más que jóvenes grumetes o marineros recién embarcados! ¡Cómo olvidar las primeras borracheras en concursos a fondos blancos con jarras de cerveza o “submarinos”! ¡Cuántos brindis! ¡Cuánta camaradería! ¡Cuántos pactos de hermandad! ¡Cuántas cofradías armamos! ¡A cuántos compañeros acompañamos a la ceremonia religiosa de sus matrimonios o entierros!

Así se armaron y se desarmaron nuestras vidas. A pesar de nuestros dobles cascos, algún día nos iremos a pique. Tarde o temprano se agrietará nuestro casco y nos partiremos en dos. Ese es el inexorable destino de los barcos y de los hombres de mar.

Ahora vagamos como zombies, fantasmas por la vida. Ninguna mujer nos convida a fornicar en sus lujuriosos aposentos. Nadie creería que fuimos musculosos reyes o conquistadores de puertos, cuando invadíamos sus bares y burdeles donde nos emborrachábamos y fornicábamos todas las noches como los insectos o las bestias en celo.

En el ocaso, se recuerdan con otro sentimiento las auroras o los crepúsculos. La memoria de algunos camaradas. Anécdotas o episodios que nos marcaron o se grabaron para siempre en nuestra memoria. He visto parejas sin máscaras ni engaños aceptando la realidad de los espejos, pasear de la mano del rumor de sus recuerdos, recostarse sobre el hombro o el pecho de sus memorias, y contemplar por horas el paisaje, como memorizando para siempre cada detalle.

¡Cuando iba a imaginar que mis memorias iban a nacer de los apuntes que tomé a bordo en mi “pequeña bitácora”, que no era más que mi diario personal. “Algún día escribiré un libro”, hasta que comprendía que mi historia era igual a la de todos, que se había repetido y se repetirá miles de veces. Tal vez por eso, poco a poco, regresaban menos compañeros en cada desembarco; se rotaban las tripulaciones sin mayor importancia ni sentimiento; de tanto conocer extraños, uno se va volviendo más callado e introvertido; poco a poco, las tripulaciones se van haciendo más jóvenes y uno se va sintiendo más torpe o pesado en las piernas.

Muchos navegaron para siempre en los brazos de sus amantes. Otros fueron incapaces de levar anclas con la fuerza de sus brazos. Nuestro barco también se fue haciendo extraño y fantasmal. Como viejos corsarios condenados a muerte, uno a uno fue deshuesado sin piedad, cerca de enormes siderúrgicas, que reciclaban sus vidas como los cementerios. El alma de muchos volverá a transformarse en acero joven, fuerte y lleno de vida. Imagino la tristeza de un barco viejo, aguardando recibir sin gloria el tiro de gracia.

Ahora, hasta los burdeles son distintos. La vida, los rostros, las expresiones. Todo cambió. Los más herrumbrosos están al borde del naufragio. Ya no somos apetecidos ni bienvenidos por la verga ni el velamen en estos apostaderos. Todos fuimos recogiendo velas, en silencio y con discreción nos recogimos en el olvido cual viejos leones de mar.

A veces subo a la boardilla a contemplar los barcos y a los veleros. Allí en el desván conservo como tesoros mis recuerdos, cartas, fotografías, objetos de valor, muchas veces casi insignificantes. Poco a poco, muchos han ido perdiendo su valor o se borran las imágenes que me unen a ellos. Muchos ya son extraños. “Es el alzahimer del marino”, me dijo un día mi compañera. “No; es el viento del tiempo”, le respondí a ella.

Una orilla no siempre significa el final de una empresa. Puede ser la portezuela de un embarcadero. El punto de partida del fondeadero. Una puerta a la vida o las alas de un sueño.

Como los viejos marinos, me he sentado por horas en el apostadero a rememorar desde mi escotilla imaginaria. He contemplado y gozado hermosas auroras e inmortales atardeceres. Me he amarrado como los barcos a los recuerdos. He aguardado en vano como muchos, el regreso de ese amor golondrino, de esa fugaz ilusión que deja espacios en blanco en los recuerdos. Hasta el mismo tiempo ha ido perdiendo la memoria. En el viento rememoro la aroma del cuerpo de una enamorada o de sus sueños. ¡Cuántos nos cansamos de navegar buscando entre la espuma un amor imposible! Ahora la vida sólo es un dique flotante. ¡Cuántas respuestas sobre el destino o las vidas de nuestras amadas, quedaron o se perdieron en un total misterio, como los secretos que se llevaron para siempre los tripulantes náufragos!

Ya no recuerdo, desde cuando contemplo cómo desaparece para siempre la nave de mis recuerdos. A todos los conservo dentro de una botella en mi corazón, como los míticos mensajes que lanzaban al azar los marineros. Cuántos poemas y cartas navegaron y navegarán a la deriva de las corrientes marinas.

Ahora cada día que pasa es un día más de espera para pasar al deshuesadero... A veces siento nudos marineros en la garganta o en el pecho. Cada día contemplo con más nostalgia las imágenes del paisaje. Hay que aprender a morir con dignidad y sin abandonar la nave. Hay que aguantar las embestidas de la vida como las viejas galeras o de los monstruos marinos y sus gigantescos tentáculos.

¡Cuántos puertos me hechizaron con la magia de sus castillos y amuralladas fortificaciones, sus historias y memorias de asaltos bucaneros! ¡Cuántas vidas se embarcaron o desembarcaron en ello para hacer mundo! ¡Cuántas veces desde esos balcones, una mirada, una mano, una lágrima, o una mujer enamorada se despidieron de un amor marino o de los seres queridos que emigraban!

A veces comprendo la tristeza de los negros que se bailan hasta la música de las palabras de las cartas que les comunican el fallecimiento de un ser querido.

Sus almas y sus vidas se parecen a las casas que edifican entre canciones y sones. Tablones apuntalados y apuntillados en desorden para que respiren sus paredes. Amorosos ranchos donde hasta el viento es libre. El sol y la luna entran por sus rendijas y sobre todos, se ve y se siente el mar a toda hora y las ramas de las palmeras cuando hacen de techo, los protegen de las miradas del sol y de la lluvia. ¡Cómo olvidar el andar de las negras, todas esculpidas con amor por el mar y el viento!

No es fácil aprender a vivir como los gitanos, o como las mujerzuelas que van de pueblo en pueblo armando jolgorios. Hay bastantes putas en las que navegamos de incógnitos a la deriva. Cuando la vida pasa, a unos nos deja como tristes vagabundos rumiando olvidos y amores sucios. Los que huyeron de las tabernas y lupanares, los que creyeron en los sentimientos de las palabras y los versos de las cartas envejecen frente a una chimenea, rodeados por el amor de sus hijos y con recuerdos muy diferentes del mar y los puertos. Es como si no hubiesen navegado ni embarcado en los mismos barcos, como si hubiesen visto otros paisajes y vivido aventuras totalmente diferentes. “Hay que aprender a navegar con sabiduría y a decirle un día cualquiera y para siempre: ¡Adiós a las armas”.... me aconsejó un día mi capitán, ese capitán como algunos coroneles, sí tuvieron quién les escribiera.

¡Cuántas veces navegamos millar en vano, persiguiendo sin un rumbo fijo a la felicidad! Muchas veces puede estar en una isla, en un menos preciado puerto casi insignificante, en un barco o en un pequeño velero, o creemos que depende del descifrar los significados astrológicos o de una estrella errante de la buena suerte.

De todo lo que he conocido, sólo recuerdo mares y desiertos. Tasas de café y botellas con tragos fuertes, mujeres desnudas corriendo por las páginas en blanco, ancianos solitarios alimentado pájaros o leyendo la prensa en las bancas de los parques.

Como una penumbra del viento, lleno un espacio vacío de la vida.

Tampoco puedo olvidar la jerga soez en las disputas, los navajazos, los puñetazos, el ruido de las mesas y de las sillas al rodar o los abrazos y las expresiones de júbilo de esos bárbaros que parecían rescatados de un libro de historias de piratas o de vikingos.

¡Cómo extraño los olores macerados en los muelles, el espectáculo que era ver cargar o descargar en barco. Las historias que se cantaban de las envejecidas bodegas y las historias que se cocían en los oscuros callejones, iluminados por los destellos de las desnudeces! En los puertos hasta los chiquillos maduraban antes de la primavera y las ratas se pelean con los ladronzuelos cualquier mendrugo.

Cuando un barco se aproxima, lanza un lánguido bramido, muchas veces creí que regresaban heridos y que los navíos en su agonía cantaban como los cisnes en el umbral de la vida y la muerte. Todos regresaban fatigados, arrastrando todo el peso de sus cargas o de sus lastres sobre las férreas espaldas, corridas por el barniz, por la sal del tiempo y del viento. Con la tristeza de sus mugidos, suplican que los atraquen o ellos mismos buscan su querencia, guiados por un piloto práctico, conocedor de los periplos, hasta que le pone fin a la travesía, mientras se prestan a asaltar a tierra cual filibusteros los marinos y cual lobos de mar, acechar en manada la kermesse de la carne.

Siento que jamás voy a volver a vivir la magia de las cuatro estaciones, paráfrasis de la vida y de los sentimientos. Ahora, todo el mundo es lejano para mí, así como los sueños, las utopías o los fantásticos imposibles, que más de una vez hicimos realidad.

¿Quién no perdió en una noche de bohemia la cabeza y se fue de juerga hasta caer redondo o amaneció embarrancado en un cuerpo sin nombre, desnudo y extraño, en una habitación donde todo era desconocido?

Rotterdam, Brujas, Nápoles, Liverpool, New York, San Luis, San Francisco, Ottawa, Sidney, Singapur, Oslo, Bremen, Camberra, Francia, Bélgica, Buenos Aires, Alemania, Inglaterra, Hungría, Rusia, Holanda, Hong Kong, Cartagena, Panamá, Santa Marta, Suecia o Yugoslavia, tantas ciudades y países, las rutas del trópico y sudamérica. En mi corazón vagabundo conservo vivos como el fuego los versos que inspiraron la piel de sus paisajes y de sus mujeres. ¡Cuántas veces decidimos las rutas de nuestras vacaciones o franquicias haciendo girar al azar una botella vacía! A veces, cuando cierro los ojos y suspiro, no es por culpa de una depresión nostálgica y llorona, es que navego de nuevo el ayer y desde el puente de mi corazón y bajo los soles de mi invierto, regreso las imágenes de la película que se salvaron del acecho de la vejez y el olvido.

Cuando casi te había olvidado, me mojaron tus aguas mientras dormía y volví a sentirte igual que siempre y volví a rogarte que regresaras. Mi pequeña sirena y ninfa de agua dulce, mi inolvidable pecadito venial, inocente penitencia de puerto.

A pesar de tantos recuerdos, me siento solitario, y viejo y olvidado.

Tal vez sea abuelo, pero, ¿quién podría querer a un vejestorio decrépito, arruinado y cano? Luzco deslucido. Ya nadie me pasa revista. Estropeado por los bandazos de la vida. Pasado de moda. Ahora todo es electrónico y satelital. Los jóvenes nos ven como peces disecados o piezas de la historia de la marina, fósiles del mar. Si supieras o pudieras imaginar un poquito cuánto te quiero, atravesarías a nado el mar que nos separa y te unirías a mis sueños hasta siempre. Siempre te amé y te llevo en el relicario que me acompaña. Ya no habrá tifón, tornado o remolino que nos asuste. Beberé con amor la ventisca de tus labios. Otros vientos, otras brisas soplarán en nuestras vidas. Ningún vendaval volverá a separarnos. Yo mismo seré el atalayador de nuestros días.

Aprendí a cantar en el parsimonioso y gutural canto del mar, escuchando a focas, morsas, ballenas y pájaros. Aprendí a entonar y tararear versos, canturreo que creía que eran canciones, pero no fueron más que goteos del alma.

Así como hay días que el sol no despierta a algunos barcos, ni a algunas aves o peces, ni a algunas ramas de palmeras, ni a alguna de estas mujeres maduras y envejecidas antes de tiempo, algún día no nos despertará nunca más la pasión del fuego celeste. Entonces nos haremos ceniza y nos convertiremos en ave, pez o viento marino, como la sal o la arena. Ni siquiera escucharemos el rumor que se aleja de los que tanto nos quisieron.

¿Quién no se desnudó y se sintió ángel nadando desnudo con una ninfa de tierra? ¿Quién no se extasió con los colores de los peces, las algas, los corales?

¡Cómo negar que no me hace daño saber que bajo a la sombra del silencio, vives a tu manera, secretos amoríos! A veces pienso que hay absurdos existenciales como el vivir vidas paralelas, pero navegando en contravía o siempre en sentido contrario, como si persiguiéramos nuestras colas o se borraran las estelas que dejamos como mojones en el mar.

Los marinos de hoy, uniformados cual merengues, deslíen las bocas y las miradas de jovencitas que desean aprender o enseñarle a sus cinturas a que se meneen al ritmo de las olas, del pleamar de las palmeras, del fusente influjo del piélago. Sentir la sensación de los astros y del reino de Neptuno en sus sexos como merlines o cachalotes atrapados entre sus piernas.

Un marinero siempre será un poeta de la vida, copiero de sus aventuras y resucitador de mitos.

Hoy en día, cuando un marinero se amotina, asfixiado por la vida, se ajusticia en la horca e, inmerso en sí mismo, se zambulle hasta que su alma se inunda hasta ahogarse.

Ayer observaba a un velero abandonado en la playa. Lucía como la osamenta limpia de carroña. Comprendí lo que es morir a pedazos. Es como si nos colgaran con el garfio de una estiba, para que nos despedacen vivos con sus picos o garras, las aves rapaces.

Como no aprendí cuando escribía nombres en la arena, que el viento hasta la espuma de la marea, borran todo lo que tallan las manos del hombre.

Ahora, estrellas artificiales le fijan el curso a los navíos, que cual solitarios lobos esteparios, cruzan cual fantasmas las desérticas estepas de los mares. El sextante ya forma parte del museo marino, ni le medirá como el astrolabio las millas que separan al corazón del amor.

Toda mi tristeza sueña con ahogarse en el mar o apagar el fuego de su alma en sus aguas. Aguas de color coralino. Aguas aguamarinas. Aguas dulces. Aguas mansas. Agrias termales o muertas. Aguas turquesas. Aguas de manantial, de lluvia o de viento. Agua cruda. Aguas benditas, malditas o maldecidas.

Un manglar extiende sus tentáculos, como si me hubiese aguardado desde siempre. Con el barro hasta el cuello y con ramas enredadas por las piernas, me hundo.

Desde la espesura, una extraña voz me dice: “Bienvenido a bordo”. Entonces me despierto en un sueño para siempre, con un cangrejo en la mano.

¡No importa que todo esto sea invisible a los ojos de terceros, ni que nadie pueda comprender por qué paso las horas construyendo barcos de papel y los pongo a navegar en los fiordos de mi alma!

HECTOR J. CEDIEL Jr.